Resumen
En aquel pueblo, nadie tenía nombre, porque nadie tenía destino propio.
Todos servían, todos obedecían y así había sido siempre; hasta que un
hombre se atrevió a dudar. Él era un joven humilde y vacío como todos los
de su pueblo, una comunidad sin alma, sin corazón ni vida propia, que tan
sólo obedecía ciegamente lo que su religión profesaba. Como una rutina
interminable, cada día, antes del amanecer, ya se encontraba trabajando
vigorosamente la tierra y al caer la tarde, sin fuerza alguna, se reunía con
sus hermanos para cenar mientras el sol se despedía en el horizonte.
Referencias
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